
Hace poco más de veinte años todos los muchachos del barrio de Jesús María conocían a la Bruja de Atarés, o del manglar, que era el nombre que más comúnmente le daban.
Era una mujer alta, de rostro trigueño, de ojos expresivos y de relativa elegancia. Sus vestidos eran de telas usadas de mérito, que parecían guardados y conservados con esmero como restos de antigua y perdida opulencia.
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